Mark Twain fue uno de los tantos entusiastas que en el camino de su aprendizaje sufrieron con la dureza del alemán. Como escritor, con una gran sensibilidad lingüística, se enfrentó a la incómoda verdad de que había cosas que no entendía y, frustrado, concluyó que la culpa debía ser de la lengua y de su gramática incomprensible.
Este libro contiene, además del ensayo homónimo, dos discursos en los que Twain profundiza sus apreciaciones lingüísticas: uno dado en Viena en 1897 ante personalidades de la cultura austriaca, como Gustav Mahler y Carl Gustav Jung; y otro donde mezcla alemán e inglés para ironizar con la complejidad y diferencias de ambas lenguas, al mismo tiempo que alaba lo que él mismo llamó “el idioma de los cuentos de hadas”.